Me licencié en Derecho y trabajé de pasante hasta el día que entendí que no llegaría a ser lo
suficientemente diestra en casi nada llevando una venda en los ojos

Lucía Llorach

. Nunca había cogido un atajo, pero
a las 12:43 de aquella mañana, camino a los juzgados, crucé en diagonal hasta la rotonda con la
decisión de una estrella fugaz. Mis tacones, que habían sido firmes en asfalto, pronto se hundieron en la
hierba, como dos botes salvavidas a la deriva. Mi bolso quedó colgado de un seto, abierto como un
cuenco hecho con las manos.

Mientras trepaba hacia lo alto de un gran árbol, situado a medio camino entre vivir con los pies en el
suelo y vivir en las nubes, mi ropa se fue quedando atrapada en cada rama. Solo me detuve cuando vi
mi piel junto a su corteza. Un impulso me hizo bajar y recoger cada pedazo. Había llegado a la quinta
altura sin pantalones y el jersey yacía desgarrado en la segunda rama. El abrigo se había enganchado
junto a la bufanda en el primer ascenso y mis joyas no habían tardado en ser secuestradas por las
urracas. De la nada, hice con todo un nido, donde paso las noches incubando deseos acurrucada.
Desde el amanecer, intuyo como los coches se trasladan a mi alrededor creando un cinturón de
asteroides multicolor. Gracias a un pequeño hueco que han dibujado estratégicamente las hojas, puedo
observar como algunos perros rotan sobre sí mismos buscándose la cola, momento que aprovecho para
columpiarme boca abajo y simular que acaricio su lomo con la punta de los dedos, trazando círculos,
espirales y tramas.

Clandestina, como un insecto palo, me abrazo fuertemente al árbol cuando lo recortan y redondean su
copa. Mis límites van más allá de la proyección de su sombra, pero mi voz es la misma que el susurro
del aire cuando se cuela entre sus hojas. Ya sea oliendo primavera o tiritando invierno me alimento de
flor en flor, todo lo escribo en pétalos. En secreto, de hecho solo tu lo sabes, mi cabeza se llena de
pájaros y vuelo, escapando de un agujero negro.