Darías la visión de tu ojo sano para que siempre fuese Navidad, pero Filomena vive en su verano particular
Lucia Llorach
Como en los últimos siete años, has recibido la invitación para la comida navideña que organiza el club de golf en honor a sus socios más antiguos. Unos días antes, un mensajero te hacía llegar otro foulard del hijo de tu hermana, junto a una fotografía de los chicos, los mismos que hace ya un tiempo jugaban con muñecas en tu regazo, por aquello de la igualdad que sus modernos padres les querían inculcar, y que por mediar en un ataque de curiosidad contra el juguete, provocaron que la visión de tu ojo izquierdo quedara dañada para siempre por el alambre saliente que sujetaba la cabeza rubia y desproporcionada de aquella Nelly militar.
Llega el día, te enfundas el traje que hasta ayer conservaba el plástico de la tintorería, abasteces tu bolsillo derecho con una de esas pastillas azules, el tarjetero, por si surge pagar las copas, y las llaves de casa, la cual cierras de un golpe, no sin antes llenar el comedero del gato. Quien sabe si esta vez la comida podría alargarse, como antaño, hasta el desayuno del día de Sant Esteve.
Un taxi viene a buscarte por cortesía del As de Pikas, el restaurante del club. Tu nombre, Agapito Fernández Prado, aparece en la lista de comensales y la jefa de sala te acompaña. Es en ese paseo, desde el vestíbulo hasta una de las diez sillas que completan las mesas redondas y engalanadas para la ocasión, donde sientes, al fin, que no andas solo.
Hace años, no te costó saber su nombre, Filomena, porque así lo indicaba la chapa que lucía sobre su pecho izquierdo y para ti, hoy, sigue siendo el verano que se cuela entre el consomé y el segundo plato, el ritmo entre el bisoñé del exdirector de la sucursal del Banco Sabadell y el castañeo de los dientes postizos de la viuda de Don Claudio Montes. Respiras su aire fresco envuelto en formalidad: camisa blanca, falda negra. Hermoso tablero de ajedrez en tres dimensiones. Intuyes que el pelo ya le llega a la cintura e imaginas como sería desenredar otra vez su ingenioso recogido.
Sin querer, porque ahora es sin querer, roza tu mano en la retirada de los platos del postre y tu no puedes completar esa jugada. Y aunque confundas su compasión con complicidad, te encanta cuando te llama Don Pito y suelta una carcajada, para asombro de tus compañeros de mesa. Y todo, ahí queda. Ni Gin Tonic con fresón sabrosón, como diría ella, ni vestido de colores, ni salsa, ni más postre.